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Revision as of 15:22, 21 August 2008 by JoyaTeemer (Talk | contribs)
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L a doctrina teológica de la adopción no viene fácilmente a la mente de la mayoría de la gente. A menudo se le da poca atención en los textos de teología sistemática y en las confesiones de la Iglesia, por lo que no es nada raro que incluso aquellos que pueden hablar con claridad de sus creencias acerca de la justificación y de la santificación se queden mudos ante preguntas acerca de la adopción. A pesar de esto, una vez entendida correctamente, la adopción es una de las más preciosas, enternecedoras y prácticas de todas nuestras creencias teológicas. Nos invita a considerar el asombroso privilegio que tenemos de ser llamados hijos de Dios (1Jn. 3:1). En cuanto a que la justificación tiene una base principalmente legalista que nos invita a regocijarnos en la libertad proveniente de nuestra absolución ante la corte del juicio de Dios, la adopción llama nuestra atención a una relación y nos dirige hacia la alegría y la seguridad que emanan del recibir a un padre que nos ama y a una familia con la que podemos gozar nuestra nueva libertad en Cristo.

Quizás una de las razones por las que no apreciamos el privilegio de ser adoptados como hijos de Dios es que nunca hemos nos hemos considerado huérfanos. Solemos creer que, por naturaleza, todos son hijos de Dios. Después de todo, ¿No le dijo Pablo a los filósofos atenienses que todos somos linaje de Dios (Hch. 17:29)? Es cierto que, en cierto modo, todos tenemos un parentesco con Dios por el hecho de ser creados en su imagen. Este parentesco nos da a cada uno de nosotros un conocimiento de la existencia de Dios y de nuestro deber de adorarle, que es lo que Pablo quiso decir en el Areópago. Pero las Escrituras ponen en claro que existe otro modo en el que no todos somos hijos de Dios por naturaleza: al contrario, existen dos familias de gente en esta tierra, los hijos de Dios y los hijos del Diablo, que se encuentran en un conflicto perpetuo de vida y muerte (Jn. 8:44; 1 Jn. 3:10).

La doctrina bíblica de la adopción comienza con Adán y Eva. Por haber sido creados en la imagen de Dios, eran verdaderamente los hijos de Dios, y disfrutaban una relación cercana con su padre celestial a diario en el Jardín del Edén. Pero con su caída, la imagen de Dios en ellos fue corrompida y su relación de hijos se perdió. Fueron desterrados del Edén, alejados de la presencia de Dios, convertidos en hijos de Su ira (Ef. 2:3). Es esta la condición en la que todos los seres humanos nacen hoy: ajenos y desconocidos de Dios.

Al mismo tiempo, Dios no se conformó con dejarnos en este estado de perdición y desolación. Por haber elegido tener una familia propia desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:5), Él ha tomado medidas a través del tiempo y de la historia para hacer de su salvación una realidad. A diferencia de Adán que fue hijo de Dios por virtud de su creación, Israel se convirtió en hija de Dios a través de la adopción (Ex. 4:22). Esta metáfora para la relación entre Dios y Su pueblo marca claramente el elemento de gracia en la relación. No había nada en la naturaleza de la nación de Israel que hubiera atraído a Dios hacia ella (Dt. 7:7). De hecho, todo lo contrario, el profeta Ezequiel pinta una imagen de Israel en aquel momento de su historia como la de una bebé desamparada, cubierta de sangre y abandonada por sus padres naturales, y aún así elegida por Dios y hecha parte de Su familia (Ez. 16:6). Tampoco se ganó el favor de Dios con sus acciones subsiguientes, ya que la historia de su relación con Él fue una de continua infidelidad y prostitución (Ez. 16:15-52). A pesar de que le despreció y abandonó constantemente, aún así Dios no la abandonó, su elección como hija de Suya era irrevocable (Ro. 11:29).

Más allá de la adopción de Israel, el Antiguo Testamento también habla de la adopción del Rey Davídico como hijo de Dios (Sal. 2:7). El privilegio de esta relación única era que él y sus descendientes no podían ser abandonados completamente por Dios de la misma manera que Saúl había sido abandonado por causa de su fracaso. Al contrario, cuando pecaron, fueron corregidos por Dios del mismo modo que un padre corrige a su hijo (2S. 7:14-16). El pacto entre Dios y la línea de David era inquebrantable, sin importar la ofensa (Jer. 33:20-21). Los temas gemelos de la adopción de Israel y de la línea de David encuentran su culminación común en Jesucristo. En su naturaleza divina Cristo ha sido el hijo de Dios desde toda la eternidad y como el verdadero Israel y el verdadero hijo de David, Él es el heredero de todas las promesas de adopción hechas a Israel y a David. El resultado es que cuando nos unimos a Cristo por nuestra fe, también recibimos una porción de esa adopción y los privilegios que le pertenecen. Como dice Juan: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios” (Jn. 1:12). Por lo tanto, nuestra adopción como hijos de Dios proviene de nuestra unión con Cristo y no puede experimentarse aparte. En Cristo, y sólo en Él, recibimos la adopción que nos proporciona una parte, que no merecemos, de las promesas hechas a Él y de los privilegios que Él se ha ganado como hijo de Dios (Ga. 3:29). De hecho, la razón por la que Cristo vino a esta tierra fue para darnos la adopción como hijos de Dios (Ga. 4:5).

¿Cuáles, entonces, son las bendiciones que nos llegan al ser adoptados como hijos de Dios en Cristo? La primera bendición que tenemos es la relación con nuestro Padre celestial, la misma relación que nuestros primeros padres perdieron a causa de su pecado. En el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios no le nombraba normalmente a Él en sus oraciones como “Padre”. Sólo el rey Davídico podía dirigirse a Dios con ese título (Sal. 89:26), en base al pacto que Dios hizo con David en 2 Samuel 7. Nadie más podía utilizar un apelativo tan íntimo. Sin embargo, en Cristo, el derecho de dirigirse a Dios con el apelativo de Padre se le ha otorgado a todos los que llegan a Él por fe, ya sean judíos o gentiles, hombres o mujeres, esclavos o libres. Por ser parte de Cristo es que ahora podemos dirigirnos a Dios diciendo “Padre Nuestro” del mismo modo que Jesús nos enseñó a orar. Por ser parte de Cristo, podemos estar seguros que nunca más quedaremos huérfanos (Jn. 14:18).

Más aún, porqué los creyentes comparten un Padre común en Dios, contamos con las bases para una verdadera unión espiritual los unos con los otros (Ef. 4:6). Si como cristianos todos tenemos un mismo Padre, es consecuente que todos seamos hermanos y hermanas. Es por esto que Pablo se dirige a los cristianos en Roma como “hermanos” a pesar de nunca haberlos conocido en persona (por ejemplo, Ro. 8:12). Como hijos adoptivos, todos somos parte de la misma familia de Dios. Esta verdad se ve corroborada por los cristianos que viajan y viven en distintos países y culturas: a pesar de estar muy lejos de nuestras familiares y amigos, en la iglesia local descubrimos rápidamente una nueva familia y nuevos amigos, a causa de la salvación que compartimos en Cristo.

La tercera gran bendición que recibimos con nuestra adopción es el Espíritu de Dios, al que Pablo se refiere como “el espíritu de adopción” en Romanos 8:15.Es el Espíritu de Dios que vive en nuestros corazones el que nos da la confianza para clamar “Padre” (Ro. 8:15; Ga. 4:6). Él es el testigo interno de lo verdadera que es nuestra adopción, quien nos asegura que somos verdaderos hijos de Dios cuando somos tentados a dudar del amor que Dios nos tiene (Ro. 8:16). También nos guía en los caminos de la rectitud, nos da facultad para poner a muerte las obras de la carne (Ro. 8: 13-14) y añade señales externas de nuestra salvación que dan testimonio adicional de lo verdadera que es nuestra adopción. Cuando damos de Su fruta en nuestras vidas, el Espíritu comienza a reproducir en nosotros la imagen de Cristo, lo que nos permite vivir cada vez más como los hijos que Dios nos a adoptados para ser.

La bendición final de nuestra adopción es la perspectiva de una gloriosa herencia. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, como dice en Romanos 8:17: En Cristo, todas las riquezas de Dios son nuestras y serán nuestras por toda la eternidad. Pero ¿En que consiste nuestra herencia? Después de todo, Jesús vivió en esta tierra en la pobreza, sin propiedad alguna a su nombre. Esa realidad nos recuerda que llevar la imagen de Cristo en el presente a menudo nos traerá sufrimiento y quizás humillación a causa de Su nombre. Mas si sufrimos con Él, podemos estar seguros que nuestra identificación con Cristo culminará en compartir Su gloria (Ro. 8:17). Aquellos que por gracia perseveren fielmente hasta el final recibirán una porción de la relación que el Señor le prometió a David y a sus hijos: a cada uno de ellos, Dios declara, “yo seré su Dios y el será mi hijo” (Ap. 2:17).

La realidad total de esta futura gloria como hijos de Dios continúa siendo un misterio en el presente (1Juan 3:2). De algún modo, nos dará una semejanza a Cristo radicalmente nueva en Su gloria y santidad. Cuando le veamos, seremos como Él. En este momento, a través del Espíritu estamos siendo reconstruidos en Su imagen, pero ese proceso es a veces frustrantemente lento e incompleto. Pero llegará el día cuando el trabajo de Dios en nosotros estará completo y estaremos libres de corrupción y pecado, llevando la verdadera imagen de la familia. A comparación de esta promesa, lo que hemos recibido del trabajo del Espíritu y la presencia del Padre entre nosotros no es más que una mirada efímera de nuestra herencia eterna como los hijos adoptivos del Rey. Sin embargo, ese día podremos entender mejor lo grande y asombrosa que son la gracia y la misericordia de Dios en Cristo, que nos ha redimido de la familia de Satanás y que nos ha permitido membresía en Su propia familia como Sus preciados hijos e hijas.

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