The Family of God/es
From Gospel Translations
La doctrina teológica de la adopción no viene fácilmente a la mente de la mayoría de la gente. A menudo ha recibido poca atención en los textos de teología sistemática y en las confesiones de la Iglesia, por lo que no es nada raro que incluso aquellos que pueden hablar con claridad de sus creencias acerca de la justificación y de la santificación se queden mudos cuando preguntas acerca de la adopción. Sin embargo, una vez entendida correctamente, la adopción es una de las más preciosas, gratas y prácticas de todas nuestras creencias teológicas. Nos invita a considerar el asombroso privilegio que tenemos de ser llamados hijos de Dios (1 Jn. 3:1). En cuanto a que la justificación se basa principalmente en una imagen legal que nos invita a regocijarnos en la libertad proveniente de nuestra absolución en la corte del juicio de Dios, la adopción enfoca nuestra atención a una imagen relacional y nos dirige hacia el gozo y la seguridad que emanan del recibir a un padre que nos ama y a una familia con la que podemos gozar nuestra nueva libertad en Cristo.
Quizás una de las razones por las que no apreciamos el privilegio de ser adoptados como hijos de Dios es que nunca nos hemos considerado como huérfanos. Solemos pensar que, por naturaleza, todos son hijos de Dios. Después de todo, ¿No le dijo Pablo a los filósofos atenienses que todos somos linaje de Dios (Hch. 17:29)? Es cierto que, en cierto modo, todos tenemos una relación con Dios por el hecho de ser creados en Su imagen. Este parentesco nos da a cada uno de nosotros un conocimiento innato de la existencia de Dios y de nuestro deber de adorarle, este es el punto de lo que Pablo estaba diciendo en el Areópago. Pero las Escrituras ponen en claro que hay otro sentido en el que no todos somos hijos de Dios por naturaleza: al contrario, existen dos familias de gente en esta tierra, los hijos de Dios y los hijos del Diablo, que se encuentran trabados en un conflicto perpetuo de vida o muerte (Jn. 8:44; 1 Jn. 3:10).
La doctrina bíblica de la adopción comienza con Adán y Eva. Por haber sido creados en la imagen de Dios, eran verdaderamente los hijos de Dios, y disfrutaban una relación cercana con su padre celestial a diario en el Jardín del Edén. Pero con su caída, la imagen de Dios en ellos fue corrompida y su relación como hijos de Dios se perdió. Fueron desterrados del Edén, enajenados de la presencia de Dios, convertidos en hijos de Su ira. Esta es la condición en la que todos los seres humanos nacen hoy: ajenos y extraños con respecto a Dios (Ef. 2:3).
Al mismo tiempo, Dios no estaba contento con dejarnos en esta condición de perdición y desolación. Debido a que Él había elegido tener una familia para Sí desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:5), Él ha actuó en el tiempo y de la historia para hacer su salvación una realidad. A diferencia de Adán que fue hijo de Dios por virtud de su creación, Israel se convirtió en hijo de Dios por medio de la adopción (Ex. 4:22). Esta metáfora para la relación entre Dios y Su pueblo resalta claramente el elemento de gracia en la relación. No había nada en la naturaleza de la nación de Israel que hubiera atraído a Dios hacia ella (Dt. 7:7). De hecho, todo lo contrario, el profeta Ezequiel describe a Israel en aquel momento de su historia como una bebé desamparada, cubierta en su sangre y abandonada por sus padres naturales, y aún así elegida por Dios y hecha parte de Su familia (Ez. 16:6). Tampoco se ganó el favor de Dios con su comportamiento subsecuente, ya que la historia de su relación con Él fue una de continua infidelidad y prostitución (Ez. 16:15-52). Aún a pesar de que le despreció y abandonó constantemente, aún así Dios no la abandonó, su elección como Su hija adoptiva era irrevocable (Ro. 11:29).
Además de la adopción de Israel como hijo de Dios, el Antiguo Testamento también habla de la adopción del rey Davídico como hijo de Dios (Sal. 2:7). Esta singular relación privilegiada significada que él y sus descendientes no podían ser abandonados completamente por Dios de la misma manera que Saúl había sido abandonado a causa de su fracaso. Al contrario, cuando pecaban, ellos serian castigados por Dios del mismo modo que un padre castiga a su hijo (2S. 7:14-16). El pacto entre Dios y la línea de David era inquebrantable, sin importar la ofensa (Jer. 33:20-21). Ambos temas de la adopción de Israel y de la línea de David encuentran su culminación común en Jesucristo. En su naturaleza divina, Cristo ha sido el hijo de Dios desde toda la eternidad y como el verdadero Israel y el verdadero hijo de David, Él es el heredero de todas las promesas de hijo hechas a Israel y a David. Y como resultado, cuando somos unidos a Cristo por fe, también nosotros recibimos parte de ser hechos hijos y los privilegios que vienen con esto. Como dice Juan: “Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre,” (Jn. 1:12). Por lo tanto, nuestra adopción como hijos de Dios proviene de nuestra unión con Cristo y no puede experimentarse aparte de esto. En Cristo, y sólo en Él, recibimos la adopción que nos proporciona parte inmerecida de las promesas que fueron hechas a Él y de los privilegios que Él se ha ganado como hijo de Dios (Ga. 3:29). De hecho, la razón por la que Cristo vino a esta tierra fue para darnos la adopción como hijos de Dios (Ga. 4:5).
¿Cuáles, entonces, son las bendiciones que nos llegan al ser adoptados como hijos de Dios en Cristo? La primera bendición que tenemos es la comunión con nuestro Padre celestial, la misma relación que nuestros primeros padres perdieron a causa de su pecado. En el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios normalmente en sus oraciones no se dirigía a Él como “Padre”. Sólo el rey Davídico podía dirigirse a Dios con ese título (Sal. 89:26), en base al pacto que Dios hizo con David en 2 Samuel 7. Nadie más podía utilizar un apelativo tan íntimo. Sin embargo, en Cristo, el derecho de dirigirse a Dios como Padre se le otorga a todos los que se acercan a Él por fe, ya sean judíos o gentiles, hombres o mujeres, esclavos o libres. Porque estamos en Cristo es que ahora podemos dirigirnos a Dios, orando “Padre Nuestro” del mismo modo que Jesús nos enseñó a orar. En Cristo, podemos estar seguros que nunca más quedaremos huérfanos (Jn. 14:18).
Más aún, porque los creyentes comparten un Padre común en Dios, contamos con las bases para una verdadera unidad espiritual los unos con los otros (Ef. 4:6). Si como cristianos todos tenemos un mismo Padre, es consecuente que todos seamos hermanos y hermanas. Es por esto que Pablo se dirige a los cristianos en Roma como “hermanos” a pesar de nunca haberlos conocido en persona (por ejemplo, Ro. 8:12). Como hijos adoptivos, todos somos parte de la misma familia de Dios. Esta verdad es la que experimentan los cristianos que viajan y viven en distintos países y culturas: a pesar de estar muy lejos de nuestras familiares y amigos, en la iglesia local descubrimos rápidamente una nueva familia y nuevos amigos, a causa de la salvación en común que tenemos en Cristo.
La tercera gran bendición que recibimos con nuestra adopción es el Espíritu de Dios, al que Pablo se refiere como “el Espíritu de adopción” en Romanos 8:15. Es el Espíritu de Dios que vive en nuestros corazones el que nos da la confianza para clamar “Padre” (Ro. 8:15; Ga. 4:6). Él da testimonio internamente de la realidad de nuestra adopción, asegurándonos que verdaderamente somos hijos de Dios en los momentos cuando somos tentados a dudar del amor de Dios por nosotros (Ro. 8:16). También nos guía en los caminos de justicia, nos da facultad para poner a muerte las obras de la carne (Ro. 8: 13-14) y añade señales externas de nuestra salvación que pueden atestiguar más de la verdad de nuestra adopción. Al dar Su fruto en nuestras vidas, el Espíritu comienza a reproducir en nosotros la imagen de Cristo, permitiéndonos vivir cada vez más como los hijos que Dios nos a adoptados para que seamos.
La bendición final de nuestra adopción es la perspectiva de una gloriosa herencia. Si hemos sido adoptados en la familia de Dios, entonces también hemos llegado a ser herederos de la herencia familiar — herederos de Dios y coherederos con Cristo, como dice en Romanos 8:17: En Cristo, todas las riquezas de Dios son nuestras y serán nuestras por toda la eternidad. Pero ¿En qué consiste nuestra herencia? Después de todo, Jesús vivió en esta tierra en la pobreza y murió sin un centavo, sin propiedad alguna a Su nombre. Esa realidad nos recuerda que llevar la imagen de Cristo en el presente a menudo nos traerá sufrimiento y quizás humillación a causa de Su nombre. Mas si sufrimos con Él, podemos estar seguros que nuestra identificación con Cristo culminará en compartir Su gloria (Ro. 8:17). Aquellos que por gracia perseveren fielmente hasta el final recibirán participación en la relación que el Señor le prometió a David y a sus hijos: a cada uno de ellos, Dios declara, “y yo seré su Dios y él será mi hijo” (Ap. 2:17).
La total realidad de esta gloria futura como hijos de Dios continúa siendo un misterio en el presente (1Juan 3:2). De algún modo, nos dará una radicalmente nueva semejanza a Cristo en Su gloria y santidad. Cuando le veamos, seremos como Él. Pero incluso ahora, a través del Espíritu estamos siendo hechos nuevos a Su imagen, pero ese trabajo es a veces frustrantemente lento e incompleto. Pero llegará el día cuando el trabajo de Dios en nosotros será completado y seremos libres de corrupción y pecado, llevando verdaderamente la semejanza familiar. En comparación con esta promesa, lo que ya hemos recibido del trabajo del Espíritu y la presencia del Padre en nosotros no es más que una tenue mirada de nuestra herencia eterna como los hijos adoptivos del Rey. Sin embargo, en ese día podremos entender mejor lo grande y asombrosa que son la gracia y la misericordia de Dios en Cristo, que nos ha redimido de la familia de Satanás y que nos ha dado membresía en Su propia familia como Sus preciados hijos e hijas.