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Al escribir este artículo, me acuerdo del ejemplar de 15 diciembre 2003 de Orlando Sentinel. “CAPTURADO” dijo el titular de la página primera, “dictador temido se encuentra sólo en una hoyo infestado de ratones.” Con asombro sincero, recuerdo mirando a los ojoes del ex-líder Iraqi cansado y descuidado, preguntándome a mí mismo, “¿Le ama a este hombre Dios – verdaderamente ama a Saddam Hussein?” Al responder a esta pregunta, algunos responderían, “No, no lo dudes – ¡cómo te atreves hacer tal pregunta!” La pregunta verdadera, sin embargo, tiene que ver no solamente con Saddam Hussein pero con toda gente del mundo entero. La pregunta verdadera es, “A quién ama Dios?” Tal pregunta no es solamente para los teológicos, es pregunta para todos – una pregunta para la iglesia y, sí, una pregunta para el mundo. ¿Les ama Dios a todos de la misma manera? ¿Ama a Saddam Hussein más o mentos que Osama bin Laden? ¿Les ama a ellos que a Adolf Hitler? ¿Les ama menos que al abortista local? A lo mejor les ama menos que al vecino que odia la iglesia, odia a Dios, y odia a todos que profesan fe en Jesucristo.

El amor del Dios es fundacional a nuestra fe, sin embargo es una de las doctrinas más malentendidas en la iglesia actual. Hacemos alarde del amor de Dios en los llaveros, las camisetas, las pegatinas de parachoques, y las pancartas en los juegos de fútbol americano. Como consecuencia del manejar mal esta doctrina más preciosa por la iglesia, el amor de Dios ha llegado a ser no más que una brisa susurrante.

Sin embargo, se queda la pregunta: ¿A quién ama Dios? ¿Es igual Su amor para con todos? ¿Se otorga igualmente a cada persona en la tierra? Las respuestas a estas preguntas se basan en el fondo de quiénes somos como cristianos. Estas preguntas, aunque son difíciles hacer, son necesarias y deben tener una respuesta. Sin embargo, nuestras respuestas a estas preguntas deben no venir por nuestras propias emociones y actitudes aunque sean fuertes. En vez de ése, nuestras respuestas a tal preguntas deben venir directamente de la Palabra santa de Dios. Porque es Su Palabra que nos revela Su carácter, y es Su carácter que conforma nuestra adoración de El. Como escribió Thomas Aquinas: Theologia Deum docet, ab Deo docetur, et ad Deum ducit (la teología enseña de Dios, se enseña por Dios, y (nos) guía a Dios).

El apóstol Pablo identifica la Palabra de Dios como “la espada del Espíritu” (Ef. 6:17). Nos llama a armarnos con ella y usarla bien (2 Tim. 2:15). Así, en nuestro manejar de la Palabra, debemos ser diligentes para cumplir el trabajo para lo cual somos llamados. Debemos no olvidar que nuestro Enemigo, como un león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar. (1 Pedro 5:8). Por la destreza del Enemigo, el mundo ha conspirado cuidadosamente; ha escogido sus propios pasajes de Escritura santa y usa estos pasajes para sus propios fines. En su decepción inteligente, el mundo usa pasajes que tienen que ver con la tolerancia, la unidad, y el amor – todos los cuales que se usan por el mundo para promover su propia religión; aunque se encontrará ser una religión de la muerte, la destrucción, y tristeza eterna. Lo primero en la mente de la gente del mundo son los pasajes escogidos para justificar el pluralismo: “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mat. 7:1). Usan tal pasajes para justificar la unidad homosexual: “No hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal. 3:28). Y al tratar de justificarse antes un Dios amante, usan tal pasajes para pronombrar el amor no condicional y eterno en sí mismos: “Dios es amor” (I Juan 4:8).

Lo que no comprende el mundo, no obstante, es que en buscar la justificación para su propia religión, está asegurando su propia condenación. Los pasajes de la Escritura que promueve se contienen in una unidad – no existen solos. En no “juzgar,” nos dice que El es el Juez (2 Tim. 4:1). En nuestra unión con Jesucristo, nos dice que El es Señor sobre hombres y mujeres (I Cor. 11:3). Y, con respecto al amor de Dios, nos dice que es especial (Ef. 2:4). Suyo es un amor único que está obligado por Su propio carácter inmutable.

Por toda la Escritura, Dios afirma Su amor para con Su gente. En el Antiguo Testamento, Dios demuestra Su amor en llamar a una gente a Sí mismo (Ex. 33:16). Del mundo, llamó una gente santa, una nación santificada en la cual El pronombró Su amor de pacto (Gén. 15-17; Ex. 4:22). En los Diez Mandamientos, el SENOR da crédito a Su mandamiento en cuanto a ídolos. Declara, “Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos” (Ex. 20:5-6; vea también 34:7; Núm. 14:19; Deut. 5:10; 2 Crón. 5:13). Al recordarle a Su gente de Su pacto de paz, Dios declara por el profeta Isaías: “‘No se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará,’ dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Isa. 54:10). Con todo, el Señor extendió Su amor de pacto a los extranjeros que entren Su pacto, quienes “amen el nombre del SENOR” y ser “sus siervos” (Isa. 56:6). Con todo, Su amor de pacto no era sin condiciones; porque es manifestado en la promesa de Dios para cumplir Su promesa de salvación (Gén 3:15).

En el Nuevo Testamento, el amor de Dios también es un pacto por naturaleza. No obstante, en el Nuevo Testamento, Dios lo hace más claro que Su amor de pacto se extende no sólo a la nación de Israel pero también a todas gentes. Cuando Nicodemo vino a Jesucristo por noche preguntando de Su identidad verdadera y misión, éste se hizo claro. Después de explicarle a este principal de los judíos cómo uno puede ser renacido, Jesucristo le respondió a Nicodemo diciéndole muy claramente que El no vino para condenar al mundo sino para salvar al mundo (Juan 3:16-17). Es claro que Jesucristo definió Su salvación del mundo en cuanto a todos quienes creen. No más era el amor de pacto de Dios pronombrado solamente en la nación de Israel. En el pacto nuevo, Dios pronombró Su amor en todas las naciones por el mundo entero (Hechos 10; Rom. 1:16-17; 10:12).

En el pacto nuevo, se predica el Evangelio para con todos, y nuestras oraciones de súplica se ofrecen en favor de todos (1 Tim. 2:4). Estamos mandados para amar a nuestros enemigos y orar por ellos (Mat. 5:44). Sin embargo, en orar por ellos, oramos que Dios convertiría a sus almas. Y oramos no solamente por nuestra familia no cristiana quien amamos, pero oramos por nuestros vecinos que nos odian; oramos por nuestros abortistas locales, y oramos por los terroristas del mundo. Así, el amor de Dios se expresa para con todos. Porque sí que Su amor de benevolencia se pronombra generalmente a toda gente por el mundo entero (Lucas 2:8; Juan 3:16). Sin embargo, aunque Dios demuestra un amor general para todos en darnos la luz del sol y la lluvia, Su amor especial se demuestra para con Su gente en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5:8). Este amor dulce de Dios (Su amor ? en el sentido tradicional de la palabra), está puesto en Su gente de las fundaciones de la tierra (Ef. 1:4). Su amor ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5:5). Nos ha asegurado para siempre en Su amor resuelto (Deut 5:10), y El nos ha establecido en el amor de Cristo de lo cual nunca estaremos sido separados (Rom. 8:31-39). Pero hay algunos que no son amados así; porque El dice, “A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” (Mal. 1:2; Rom. 9:13). Esaú era enemigo de Dios (Heb 12:16), pero Jacob fue bendito por Dios (Gen. 32:29).

Nosotros, la gente de Dios, somos guiados al arrepentimiento a causa de la misericordia de Dios para con nosotros (Rom. 2:4), pero ellos que no cumplen las condiciones del amor de Dios en Jesucristo sufrirán Su juicio santo (Rom 2:5). Y aunque muchos dicen que Dios odia el pecado pero ama al pecador, no es el pecado que se condena por Dios al infierno. Sin embargo, a causa de Su amor especial para con nosotros, El nos salva de Su ira venidera (I Tes. 1:9-10), y nos disciplina precisamente porque El nos ama (Heb. 12:6). Nos permite amar porque El nos amó primero (I Juan 4:19), y, en cumplir Su palabra, Su amor se hace completo en nosotros (Juan 17:8; 1 Juan 2:5).

El amor de Dios es un amor tan precioso que Dios ha dado a Su gente. Realmente, Su amor se concede en todos sin diferencia por raza, etnicidad, o clase (Rom. 3:29). No obstante, no es un amor concedido en todos sin excepción (Juan 17:9), aunque el Evangelio se pronombra a todos sin excepción (Rom 10:13-15). Vemos esta verdad mostrado en la oración del gran sacerdote de Jesucristo a la hora de Su muerte; en rogar por Sus seguidores, El dijo, “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste…Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos… para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:9-23).

Somos Su gente de pacto a quienes El ha redentado por Su propio sacrificio. El es nuestro Padre que adoramos y veneramos. El es nuesto Rey – somos hijos de Su reino y hemos sido llamados para banquetear en Su mesa real. En realidad, el amor especial de Dios que salva no ha sido manifestado a todos en todos lugares. Pero, por Su gracia, nos ha dado Su amor y hizo resplandecer su rostro sobre nosotros (Num. 6:25). Porque Dios, “que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)” (Ef. 2:4-5).

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