First Steps of Faith/Some Things to Know About Yourself/es
From Gospel Translations
¿Qué significa ser un cristiano? ¿Qué pasó realmente el día que sometiste tu vida a Dios? Lo más probable es que fue algo así: Supiste de Jesús por medio de un amigo o un familiar o quizás en un servicio de la iglesia. A medida que obraba la Palabra de Dios, sentiste la actividad del Espíritu Santo redarguyendo tu corazón (aunque no sabías cómo llamarla). Probablemente tuviste plena conciencia de tus propios pecados. Luego, mientras el impacto de Su redargüir era todavía fresco, alguien te explicó que Jesús murió por ti en la Cruz—un acto de amor infinito que hizo posible que te reconciliaras con Dios. Atraído por la iniciativa misericordiosa de Dios, respondiste al evangelio confesando tu pecaminosidad y aceptando a Cristo por fe como tu Señor y Salvador. Quizá te dieron una Biblia para conmemorar el evento, y regresaste a tu casa lleno de emoción y entusiasmo sobre la vida... y miles de preguntas sin respuestas.
Pero, ¿fue eso lo único que pasó?
— David C. Needham
Fuera con lo viejo, adelante con lo nuevo
Recibir perdón por tus pecados es sólo una de las bendiciones que recibiste cuando Dios te salvó. No malinterpretes—nunca trataría yo de restarle importancia a ese hecho. Todo creyente debiera sentirse sobrecogido al saber que el pecado que lo condenaba y que una vez pesaba sobre su cabeza ahora ha sido clavado permanentemente a la Cruz (Colosenses 2:13-15). Pero con todo lo maravilloso que es el perdón, es sólo el principio de tu herencia en Cristo. ¡Ha ocurrido algo absolutamente fantástico! La Biblia lo describe así:
De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas. (2 Corintios 5:17)
El día que fuiste salvo, te convertiste en una persona completamente diferente. “El cristiano es una persona que cambia radicalmente el momento en que confía en Cristo,” escribe Jerry Bridges. “Esto no significa que en la práctica nos convertimos en ‘santos’ de la noche a la mañana. Sí significa que una nueva creación—un nuevo principio de vida—ha sido plantada en nuestro interior por el Espíritu Santo, y nunca más volveremos a ser como antes.”2
Tu cambio de una “vieja creación” a una “nueva creación” fue dramático e irreversible. No eres simplemente una versión mejorada de lo que era antes. A diferencia de los automóviles que salen de la línea de producción cada año, tienes más que una pintura nueva o un diseño aerodinámico para distinguirte del modelo del año pasado. ¡Hay un motor totalmente nuevo bajo el capó! Y aun esta ilustración dista mucho de describir lo que ha sucedido. Has sido transformado de un ser a otro.
Dudo que hayas visto todos estos cambios cuando te miraste al espejo esta mañana. Pero la Palabra de Dios es verdad. En las próximas secciones exploraremos tres cosas que han cambiado en ti ahora que eres una nueva creación en Cristo.
Tu condición espiritual ha cambiado
Antes de nacer de nuevo, Dios te consideraba muerto, en tinieblas y condenado. Estabas muerto en pecado, indiferente a las cosas espirituales e incapaz de tener una vida espiritual sin la ayuda de Dios (Colosenses 2:13; Efesios 2:1). Tu corazón estaba en tinieblas, sin poder entender a Dios ni obedecer sus mandatos (Efesios 4:17-19). Como resultado, estabas condenado a cargar con toda la
culpa de tus pecados y pagar el horrible pero justo castigo por ellos (Mateo 10:28; Romanos 6:23).
Tu condición espiritual cambió en el instante que naciste de nuevo. Lo espiritualmente vivo (Espíritu Santo) tocó lo espiritualmente muerto (tú) y te dio vida. Dios dio luz a tu oscuro corazón para que lo pudieras ver y seguir. Lo cambió de un corazón de piedra a un corazón de carne (Ezequiel 36:26). Por último, Dios canceló tu castigo de muerte, clavándolo en la Cruz (Colosenses 2:14). Ya no te encuentras condenado a la pena capital, esperando el tormento del infierno. En cambio, tienes la increíble garantía de que resucitarás de los muertos y pasarás la eternidad con Dios en el cielo.
Tu posición ante Dios ha cambiado
La Biblia dice que antes eras enemigo de Dios. ¿Lo sabías? No eras meramente apático o pasivo hacia él. No eras meramente un cínico o un agnóstico. Te oponías activamente a su gobierno y a su reinado en tu vida (Romanos 8:7). Él se oponía a ti. Pero tu posición ante Dios cambió completamente el día que fuiste salvo.
� Antes eras enemigo de Dios; ahora eres su amigo.
� Antes estabas en guerra con él (¡qué desiguales!)—ahora tienes paz con Dios por medio de tu Señor Jesucristo (Romanos 5:1).
� Eras culpable de grandes pecados; ahora estás justificado por Cristo y libre de condenación (Romanos 8:1).
� Antes estabas separado de Dios y sin esperanza en este mundo; ahora Él nunca te dejará ni abandonará (Hebreos 13:5).
� Antes estabas lejos de Él, pero ahora “habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Efesios 2:13).
� Antes estabas frente a la ira ineludible de tu Juez celestial; hoy conoces el amor y la providencia de tu Padre celestial. Hasta te invita que te acerques a su trono confiadamente con tus peticiones a fin de poder darte gracia y ayuda en tu momento de necesidad (Hebreos 4:16). ¡Alabado sea Dios por su obra maravillosa a tu favor!
— Jerry Bridges
Tu condición espiritual ha cambiado
Antes de tu regeneración, pensabas acerca de ti mismo primordialmente sobre la base de tus propias características y a tus propios logros. Quizá te sentías orgulloso por tu talento musical o tus habilidades deportivas. Quizá tu vida giraba alrededor de tu educación, de tu avance profesional o de tu posición económica. Quizá estabas absorbido por tu apariencia física o tu atractiva personalidad. Sea cual fuere el caso, una cosa resulta clara: Tu sentido de bienestar dependía de ti. Eras el centro de tu universo.
Esto explica por qué tanta gente en la actualidad está agobiada por la neurosis. En cuanto se les acaba el dinero o se les cae el pelo; cuando aumentan un kilo o cuando sus dedos se mueven torpemente por el teclado; cuando su título universitario ya no impresiona al director de la compañía, se ven frente a una crisis de identidad de marca mayor. ¿Por qué? Porque miden su valor sobre la base de un criterio externo o material. Tarde o temprano se vienen abajo.
❏ Perdón de pecados
❏ Sabiduría
❏ Justificación
❏ Vida eterna
❏ El Espíritu Santo
❏ Poder para cambiar
❏ Dones del Espíritu
❏ Plenitud en Cristo
❏ Paz con Dios
❏ Sanidadbr>❏ Ser adoptado por Dios
❏ Conocimiento de la verdad
❏ Autoridad sobre los demonios
❏ Fe
❏ --------------------------------------
Pero ahora que eres creyente, has sido unido a Cristo, y eso cambia el punto de referencia de tu identidad. Cuando el Espíritu de Jesús entró a tu corazón, experimentaste una unión viviente con él. ¡Ocurrió una metamorfosis! Has sido unido al propio Dios.
La Biblia utiliza dos frases de manera intercambiable para describir esta unión. En algunos pasajes afirma que estamos “en Cristo”, o “en Él”.En otros lugares dice que Cristo está “en nosotros”. Existe por lo menos un versículo que combina ambos conceptos: “En esto sabemos que permanecemos en Él y Él en nosotros; en que nos ha dado de su Espíritu” (1 Juan 4:13). De cualquiera de las dos maneras, el hecho asombroso es que has sido unido a Cristo.
¡Te presento a tu nuevo “yo”!
Antes de seguir viéndote con una imagen-personal basada exclusivamente en tus habilidades y logros, ahora ha llegado el momento de empezar a verte a ti mismo como la persona que ahora es en Cristo.
Un hijo de Dios. Si la Biblia no afirmara esto tan claramente, sería difícil de creer. ¿Qué padre de familia daría muerte a su propio (y único) hijo amado a fin de adoptar una banda de huérfanos renegados? La idea es inconcebible. No obstante, esto es exactamente lo que Dios hizo al hacerte parte de su familia:
Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos—herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos justamente con Él a fin de que también seamos glorificados con Él. (Romanos 8:15-17)
No mereces ser esclavo de Dios, mucho menos su hijo o hija. Nadie lo merece. No obstante, Él te adoptó como suyo. Y como si eso fuera poco, te hizo heredero total de sus riquezas infinitas. “Mirad cuál amor nos ha otorgado el Padre” escribió el apóstol Juan, “para que seamos llamados hijos de Dios. Y eso es lo que somos.” (1 Juan 3:1). Ahora Él es tu Padre, tú eres su hijo, y te relacionarás de esta forma con Él por el resto de la eternidad.
— Martín Lutero
Una posesión comprada. Unos amigos míos muy queridos han adoptado varios niños. Le costaron miles de dólares, pero su cariño por sus hijos les hizo parecer que era poco. Tu adopción en la familia de Dios también fue costosa. A fin de ser reconciliado con tu Padre santo, alguien tuvo que pagar por tus pecados. Es por eso que Jesús murió. No fue por sus propios pecados que fue colgado en la Cruz. Más bien, fue colgado allí despreciado por los hombres y rechazado por Dios debido a tus pecados. Tomó tu lugar. El Cordero inmaculado de Dios se hizo pecado por ti a fin de que fueras libre del juicio de Dios. El inocente recibió sobre sí todo el impacto de la ira santa de Dios a fin de que pudieras ser libre de condenación. Por eso la Biblia dice: “No sois vuestros, pues por precio habéis sido comprados” (1 Corintios 6:19-20). Al derramar su sangre preciosa, Jesús hizo más que perdonar tus pecados— te adquirió. Le perteneces. Eres de Él.
Un seguidor de Jesucristo. “Si alguno quiere venir en
pos de mí,” anunció Jesús a las multitudes, “niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9:23). Esos requisitos no han cambiado en los últimos dos mil años. Ahora que has nacido de nuevo, debes seguir a Jesús por el resto de tu vida.
Los que esperan que sus pecados sean perdonados y luego van muy campantes por su propio camino centrados en ellos mismos evidentemente nunca han estudiado su Biblia. Como dice 1 Juan 2:6: “El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo”. Eso significa que cuando hay un conflicto entre tus deseos y los deseos de Dios, sigues la senda de Él. Como te imaginarás, esto no será fácil. Tendrás que negarte ciertos placeres. Tendrás que crucificar ciertos deseos. Tendrás que remplazar tus antiguos hábitos pecaminosos con nuevos hábitos que agraden a Dios. No obstante, el gozo de seguir a tu Señor te compensará mucho más que cualquier aparente carencia.
Embajadores del reino de Cristo. En tu país hay embajadas que representan a muchos países alrededor del mundo. Los embajadores que allí trabajan son residentes de tu país, pero se interesan principalmente por sus propios países. No se interesan en los problemas de la criminalidad o del sistema educativo o de la economía de tu país, excepto en el grado que estas cuestiones repercuten sobre la nación a la cual representan. Viven en un país pero viven para otro.
¡Lo mismo sucede contigo! Cuando te entregaste a Cristo, tu ciudadanía cambió de la tierra al cielo (Filipenses 3:20). “Por tanto, somos embajadores de Cristo,” dice Pablo, “como si Dios rogara por medio de nosotros” (2 Corintios 5:20). Tu lealtad ha cambiado. Ya no vives para ti o los valores de este mundo—representas al Señor Jesucristo y su reino. Él te llama a ser un emisario fiel de tu nueva “patria” y sus valores. Como embajador de Cristo has de vivir de manera que testifiques que Jesús es Soberano y Salvador de este mundo.
Tú y el propósito de Dios
Como ves ahora, ya no eres la misma persona que eras antes de que Dios te salvara. Tu condición ha cambiado, tu posición ante Dios ha cambiado y tu identidad ha cambiado.
Pero hay algo más dramáticamente diferente de ti: el propósito de tu vida también ha cambiado.
El Señor no se cruzó por tu camino momentáneamente y dijo: “Con permiso... Se que estás viviendo para ti mismo, pero tienes un montón de pecados que necesitan ser perdonados. Si sencillamente dices esta pequeña oración, te perdonaré tus pecados, y después ya te puedes ir muy campante por tu independiente y egoísta camino.” No—la salvación es mucho más que un accesorio. Cuando Dios te reclamó para sí, cambió fundamentalmente el propósito de tu vida. A continuación aparecen dos amplios objetivos para tu vida.
Conformarte a Cristo. La meta de Dios de hacerte como su Hijo aparece a lo largo del Nuevo Testamento, y Romanos 8:28-29 lo expresa de un modo excelente:
Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito. Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos.
— Tomas à Kempis
Como cualquier buen padre de familia, Dios no te dejará pasar toda tu vida en pañales espirituales. En cambio, orquestará situaciones que desafíen tu carácter, que te obliguen a crecer. Si el enojo o la impaciencia han caracterizado tu vida, Él te lo expondrá y te ayudará a reemplazarlo con paciencia y dominio propio. Él te hará consciente de tu orgullo y egocentrismo, luego te guiará a seguir el humilde ejemplo de su Hijo. Donde tu vida ha estado atada por la avaricia y la acumulación material, el Señor cambiará las prioridades de tu corazón para que anheles su reino y su justicia.
Efesios 5:1 nos exhorta: “Sed, pues, imitadores de Dios...” El mandato implica más que una imitación superficial o externa. No se trata de meramente copiar a Dios o actuar como Él; has de llagar a ser como Él.
En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad. (Efesios 4:22-24)
Este proceso de ser conformado a la imagen de Cristo tiene un nombre. Se llama santificación, y garantiza mantenerte ocupado el resto de tu vida. Sin embargo, encontrarás varios libros recomendados al final de este estudio que pueden acelerar mucho el proceso.
Glorificar a Dios. Antes de convertirte, tú eras el objeto supremo de tus propios afectos y energías. Vivías para cumplir tu propio programa. Pero ahora todo eso ha cambiado. Como creyente, tu misión en la vida es vivir para la gloria de Dios. Todo lo que haces debe ser evaluado a la luz de esta prioridad. Tu hablar, tu moralidad, tus actitudes, financia, aficiones, relaciones, lo que miras en la televisión, tus hábitos de trabajo, tus impuesto y cualquier otro aspecto de tu vida debe ser dedicada a agradar y honrar al Dios que te redimió. A medida que el Espíritu de Dios te transforma desde adentro, verás que coincides con el salmista que dijo: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Salmo 115:1).
“Si soy tan nuevo, ¿qué de todo lo viejo que todavía tengo en mí?”
Es probable que ya hayas deducido la respuesta por ti mismo, pero déjame mencionarlo de cualquier manera: Aun las nuevas criaturas en Cristo se sienten tentadas a pecar. De hecho tu batalla contra el pecado apenas ha comenzado. “Mi vida no era complicada hasta que me entregué a Cristo,” dice el teólogo R. C. Sproul.6 ¡Cuántos de nosotros podemos identificarnos con sus palabras!
A riesgo de parecer que alargo el tema, déjame contarte una anécdota que confirma el comentario del Dr. Sproul.
La noche cuando me convertí en una nueva creación, sentí una gratitud indescriptible hacia el Señor. También sentí oleadas de aprecio por el hombre cuya predicación me había iluminado el camino de salvación para mí. Lo veía como un padre espiritual, un ejemplo a seguir en las cosas de Dios. Era alguien a quien podía emular. Para él, yo probablemente era un puntito en un mar de otros dos mil rostros. Pero, para mí, C. J. Mahaney era un gigante espiritual, el primer creyente a quien, por primera vez, quise parecerme.
La sensación de deberle mucho a este hombre era auténtica y profunda. Pero resultó que mi propia arrogancia era aun más profunda.
Hice ese desagradable descubrimiento unas semanas después de mi conversión, el día que me sumé a un grupo de mis nuevos amigos creyentes para jugar al baloncesto. El baloncesto había sido mi vida desde la escuela secundaria, y había cursado mis estudios universitarios gracias a una beca para jugar a ese deporte. Pero, por primera vez en mi vida, estaba jugando como creyente. Y estaba rodeado de nuevos amigos que también amaban a Dios y ansiaban servirle.
Me tocó estar en el mismo equipo con un señor llamado Gary, y aquí es donde empieza a complicarse la trama. ¿Sabes? Gary era una persona muy buena. Era un pastor. A Gary le importaban los sentimientos de los demás y quería que todos participaran, ya sea que jugaran bien o que jugaran mal. Todo esto es de admirar, por supuesto, pero no en mi equipo. Mi objetivo era ganar, y pensar en el tema de la “amistad” después.
Hubiéramos ganado el primer partido sin problemas si no hubiera sido por Gary. Insistía en pasarle la pelota a otros aun cuando no tenían idea de lo que debían hacer. Mientras tanto, yo me iba poniendo más nervioso. Trataba de comportarme como un creyente pero, por dentro, estaba listo para explotar.
Con el partido pendiendo de un hilo, Gary decidió darle a Eduardo una oportunidad para anotar un punto. Eduardo era un tipo con shorts que hacían juego con la camiseta que hacía juego con los calcetines que hacían juego con su calzado. Pero Eduardo no sabía la diferencia entre una pelota de baloncesto y una de boliche. En diez segundos, el otro equipo le había quitado la pelota y habían conseguido el punto ganador.
Gary se acercó a Eduardo para consolarlo. “Buen esfuerzo,” le dijo. Yo me senté en el piso del gimnasio apoyado contra la pared, con una rabia incontenible. Durante el descanso tomé dos decisiones. La primera era impedir que Gary tomara la pelota a fin de que no se la pudiera pasar a Eduardo. La segunda era ganar decididamente el partido. Quería que todos en ese gimnasio supieran que yo no había tenido nada que ver con nuestra primera derrota. Pensaba mostrarle al otro equipo lo que realmente significaba “jugar agresivamente”. Ni un prisionero. Nada de misericordia. Sólo simple dominación. Y, de seguro, correría sangre.
De pie en la línea de foul para empezar el próximo partido, vi por primera vez al jugador que me opondría. Era C. J. Mahaney... el hombre que me había mostrado el camino de salvación. El hombre que me había inspirado a darle todo a Jesús. El hombre por quien sentía tan profundo afecto y gratitud.
Pero todo lo que sentía en ese momento era un deseo de aplastar al equipo opositor.
Para hacer la historia corta, jugué un partido de un solo hombre. Dominé la pelota. Nunca la pasaba, aun cuando los otros estaban listos para recibirla. Ninguno de ellos tenía el impulso despiadado que el atleta necesita a fin de ganar en este mundo cruel, así que les ahorré el esfuerzo. Una cosa era segura: no perderíamos.
C. J. me cubrió lo mejor que pudo, pero yo tenía la ventaja de la experiencia y de mi estatura. Antes de que su equipo tocara la pelota, yo ya la había embocado en el cesto nueve veces. Más adelante, fallé y el otro equipo consiguió un par de puntos. Pero después volví a tomar la pelota y, en cuestión de minutos el puntaje ascendió a 13 a 2. Entonces me empezó a molestar un poco la conciencia—muy poco—así que le pasé la pelota a un par de mis compañeros de equipo (No a Gary ni a Eduardo.) Ellos tiraron y arrebatando la pelota en el rebote, anoté otro punto. Habíamos ganado el partido, 15-4, antes de que la mayoría tuviéramos la oportunidad de empezar a sudar.
Me sentía de maravillas. Así se juega. Realmente le había enseñado a estos tipos quién era el campeón. Pero me sucedió algo devastador camino al bebedero. Se me acercó C. J. con una sonrisa y me extendió la mano. “¡Magnífico partido!” Dijo. “Eso fue impresionante.”
❏ Steve: El jugador egocéntrico, que tenía que ganar a toda costa
❏ Gary: El pastor altruista con un corazón servicial
❏ C. J.: El mentor perdonador que ignoró una ofensa
❏ Eduardo: El jugador que vestía mejor de lo que jugaba
Hubiera querido que me tragara la tierra. El súbito contraste entre su carácter a semejanza de Cristo y mi propio orgullo y egoísmo me revolvió el estómago. Hubiera sido más fácil si alguien hubiera tomado un palo de escoba y me lo hubiera clavado en el estómago. No supe qué decir.
Me retiré del gimnasio después de ese partido más quebrantado de lo que jamás había estado en mi vida. Con un dolor que iba en aumento me di cuenta cómo había puesto mis propios intereses y mi ego antes de los demás. ¿Qué me impulsó a querer lucirme a costa de alguien que significaba tanto para mí? Fui a casa y lloré.
Más tarde, cuando no aguantaba más, llamé por teléfono a la casa de C. J. Contestó su esposa y me dijo que había tenido un compromiso para predicar y no llegaría hasta tarde. Qué bien, pensé, yo me estoy muriendo por dentro y él anda por allí sirviéndole a Dios. Le dije a su esposa que era cuestión de vida o muerte que hablara con él esa noche. Sinceramente, sentía que ese era el caso.
Durante las próximas cuatro horas en ratos me sentía decepcionado conmigo mismo (que realmente sólo era orgullo) y en ratos quebrantado de corazón. Por fin, a las 11:30 de la noche, sonó el teléfono. Era C. J. “Usted no me conoce,” empecé, “pero yo soy el tipo a quien usted marcó en el partido de baloncesto esta tarde.”
¡O, sí—magnífico partido!
(Allí estaba yo, hecho una amiba emocional y él todavía trataba de elogiarme. ¡Ya basta, hombre!)
Traté de no descontrolarme al confesarle lo egoísta que había sido, lo avergonzado que me sentía por haber dado más importancia al partido que a la hermandad y al altruismo y, más importante aún, cuan detestables debieron de haber sido ante Dios mi orgullo y arrogancia. Le pedí que me perdonara por avergonzarlo en lugar de honrarle ante todos sus amigos. Fue gentil al responder y enseguida me otorgó su perdón. Pero ese día aprendí una lección que nunca olvidaré.
Bestia de la Laguna Negra
He contado esta larga anécdota a fin de subrayar un punto crítico. Debajo de la superficie de nuestra vida regenerada hay un pozo séptico fétido de motivaciones egoístas y de deseos malignos. Los teólogos llaman a esto el pecado que mora en el ser humano. Quizás no lo veamos, pero Dios lo ve. Y es feo.
— John Owen
Aunque has pasado por una metamorfosis milagrosa por medio de la obra del Espíritu Santo, el pecado sigue morando en ti. Lucharás contra él el resto de tu vida. Sinclair Ferguson ha dicho que “el poder del pecado que mora en nosotros no es menos real en el creyente de lo que lo es en el no creyente.”9 Sea que ha sido creyente 24 horas o 24 años, el potencial de pecar seriamente acecha en tu corazón.
El apóstol Pablo comprendió este pozo séptico de pecado que mora en cada uno. No sólo ayudó a señalarlo en los demás, sino que también lo vio en sí mismo. Este hombre que fue autor de una gran parte del Nuevo Testamento, sembró muchas iglesias, sufrió incontables penurias en el nombre de Cristo y proclamó audazmente el evangelio a donde quiera que iba, batallando siempre contra el pecado que moraba en él. Años después de su conversión, y ya veterano en su ministerio, se lamentaba de la condición deplorable de su alma. Presta atención a lo que dice al exteriorizar su lucha interior:
Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino lo que aborrezco; eso hago. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, estoy de acuerdo con la ley, reconociendo que es buena. Así que ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. Pues no hago el bien que deseo, sino el mal que no quiero—eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el pecado habita en mí. Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios; pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. (Romanos 7:15-25)
— Sinclair Ferguson
¿Qué significa todo esto? Sencillamente que Pablo tenía dos fuerzas opositoras obrando en él, batallando por conseguir la supremacía. Como él, tú también sentirá con frecuencia una lucha entre el deseo de hacer lo bueno y el deseo de hacer lo malo. El pecado yace oculto en tu propio corazón, listo para saltar y tenderte una emboscada cuando menos lo esperas. Entiende esto y te será de inconmensurable ayuda al esforzarte para crecer como creyente. Pero si haces caso omiso a esta verdad sobre el pecado que mora en ti, seguirás por siempre frustrado y confundido sobre la batalla que se libra en tu corazón.
En el instante que te salvó, Dios te libró de la ira que tus pecados merecían. Te ha unido a Cristo e incorporado en ti al Espíritu Santo. Te ha hecho una nueva creación. Te ha adoptado para formar parte de su familia y te ha dado una nueva identidad. Te ha adquirido para sí y hecho su embajador. Te ha dado un nuevo corazón. Pero hasta que mueras y te vayas al cielo, no serás perfecto. Tu esclavitud al pecado ha sido superada y, no obstante, el potencial de pecar, la atracción al pecado y aun el poder del pecado permanecen.
Pero no permanecerá impune. Como los valientes hombres y mujeres que han servido a Dios en los siglos pasados, debes armarte para la batalla contra este contrincante que habita en ti. Y, en el poder del Espíritu, debes luchar.