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Revision as of 21:12, 31 July 2008 by Kirstenyee (Talk | contribs)
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Sentimiento de incapacidad

Después de haber aceptado la doctrina de la expiación y comprendido la gran verdad de que la salvación es por medio de la fe en el Señor Jesús, el corazón con frecuencia se inquieta por un sentimiento de incapacidad respecto a hacer el bien. Muchos suspiran diciendo: “¡Ay de mí!: nada puedo hacer.” Y no lo dicen como excusa, sino que lo sienten diariamente como carga pesada. Harían el bien si pudieran. Cada uno de ellos podría decir honestamente: “Tengo voluntad de hacerlo, pero no sé como.”

Esta experiencia más bien anula y deja sin efecto todo el evangelio, pues ¿para qué sirve el alimento al hambriento si está fuera de su alcance? ¿Para qué sirve el río de agua viva, si el sediento no puede beber? Nos acordamos aquí de la anécdota del médico y del hijo de la madre pobre. El doctor le dijo a la madre que su pequeño pronto mejoraría bajo un tratamiento adecuado. Pero era absolutamente necesario que tomara regularmente el mejor vino y que pasara una temporada en los baños termales de Alemania. ¡Receta para el hijo de una pobre madre que apenas tenía pan para llevar a la boca! De la misma manera, a veces no le parece al corazón atribulado que el sencillo evangelio: “Cree, y vivirás” sea tan sencillo porque pide al pobre pecador que haga lo que no puede hacer. Para el que verdaderamente ha despertado, pero es poco instruido, le parece que falta un eslabón. A lo lejos está la salvación por medio de Cristo, pero ¿cómo obtenerla? El alma se siente sin fuerzas, y no sabe qué hacer. Está cerca, a la vista de la ciudad de refugio, pero no puede entrar por sus puertas.

¿Ha tenido Dios en cuenta esta falta de fuerzas en el plan de la salvación? Ciertamente que sí. La obra del Señor es perfecta. Empieza donde estamos, y nada nos pide para perfeccionarla. Cuando el buen samaritano vio al viajero herido tendido medio muerto en el camino, no le pidió que se levantara, acercara, montara su asno y se dirigiera a la posada. No, no. Se le acercó, vendó sus heridas y lo puso sobre su cabalgadura y le llevó al mesón. Así nos trata Jesús en el miserable estado en que nos encontramos.

Hemos visto que Dios es el que justifica, que justifica al impío y que lo justifica por medio de la fe en la preciosa sangre de Jesús. Ahora veamos la condición en la cual se halla este impío cuando Jesús obra su salvación. Muchas personas que han despertado no sólo se afligen por su pecado, sino también por su debilidad moral. Carecen de fuerzas para escapar del lodo en que han caído y de guardarse del mismo en el porvenir. No sólo se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden hacer. Se sienten sin fuerzas, sin recursos, sin vida espiritual. Parece extraño decir que se sienten muertas, y no obstante es así. En su propia estimación son incapaces de hacer ningún bien. No pueden andar por el camino al cielo porque tienen los huesos rotos. Se sienten sin fuerzas. Felizmente está escrito como elogio del amor de Dios para con nosotros:

“Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”( Romanos 5:6).

Aquí vemos socorrida la insuficiencia consciente: socorrida por la intervención del Señor Jesús. Nuestra insuficiencia es extrema. No está escrito: “Cuando aun éramos comparativamente débiles, Cristo murió por nosotros” o “cuando sólo teníamos un poco de fuerza” sino que la afirmación es absoluta, sin limitación: “Cuando aun éramos débiles”. No teníamos nada de fuerza que pudiera ayudarnos en la obra de la salvación. Las palabras de nuestro Señor son totalmente ciertas: “Sin mí nada podéis hacer”. Podría ampliar el texto y recordarte del gran amor con que el Señor nos amó, “aun estando nosotros muertos en pecados”. Estar muerto es aún peor que estar sin fuerzas.

La realidad en que el pobre pecador sin fuerzas debe fijar su mente y retener firmemente como único fundamento de esperanza es la afirmación divina de que “Cristo... a su tiempo murió por los impíos”. Cree en esto y toda insuficiencia desaparecerá. La leyenda del rey Midas cuenta que transformaba todo en oro por su tacto. De la misma manera podemos afirmar con toda seguridad, respecto a la fe, que todo lo que toca se vuelve bueno. Nuestras faltas y debilidades se transforman en bendiciones, cuando la fe se ocupa de ellas.

“No tengo fuerza para concentrar mis pensamientos”

Fijémonos en ciertas formas de esta falta de fuerza. Para comenzar dirá alguien: “Me parece que no tengo fuerza para concentrar mis pensamientos en los temas serios relacionados con la salvación, aun una breve oración es casi demasiado para mí. Quizá se deba, en parte a mi debilidad física, en parte por haberme dañado por algún vicio, en parte también por las preocupaciones de esta vida, por lo que no puedo pensar los pensamientos elevados que se requieren para la salvación del alma.” Ésta es un forma de debilidad pecaminosa muy común. ¡Escúchame! En este sentido eres débil y hay muchos como tú. Muchos que son totalmente incapaces de dar forma a pensamientos consecutivos, por mucho que se esfuerzan. Muchas personas pobres de ambos sexos carecen de educación, por lo que les es muy difícil engolfarse en pensamientos profundos. Otras son por naturaleza tan superficiales que un proceso extenso de argumentaciones y razonamiento les sería tan imposible como volar por el aire. No llegarían a conocer ningún misterio profundo, aun cuando dedicaran toda su vida a tal empresa. Por tanto, tú no necesitas desesperar. Lo que se requiere para ser salvo no es un proceso de mucho pensar, sino confiar sencillamente en Jesús. Aférrate a esta realidad: “Cristo...a su tiempo murió por los impíos.” Esta verdad no requiere de tu parte un análisis profundo, ni un razonamiento lógico, ni argumento convincente. La verdad es ésta: “Cristo... a su tiempo murió por los impíos.” Fija tu mente en ella, y descansa en ella.

Deja que esta realidad grandiosa, gloriosa, de gracia, more en tu espíritu hasta que perfume todo tus pensamientos y te regocije el corazón. Aunque te sientas sin fuerzas, el Señor Jesús ha llegado a ser tu fuerza y tu canción, sí, ha llegado a ser tu salvación. Según las Escrituras, es un hecho divinamente revelado que, a su tiempo, Cristo murió por los impíos siendo ellos aun débiles. Tal vez hayas oído estas palabras centenares de veces, pero nunca has comprendido su significado. Tienen un sabor agradable ¿no es cierto? Jesús no murió por nuestra justicia sino por nuestros pecados. No vino a salvarnos, porque merecíamos ser salvos, sino porque éramos enteramente indignos, perdidos, inútiles. No vino al mundo por alguna buena razón que hubiera en nosotros, sino exclusivamente por las razones que hallaba en las profundidades de su amor divino. A su tiempo murió por los que él mismo describe no como piadosos sino como impíos, aplicándoles el atributo más nefasto que podía escoger. Aun cuando no te distingas por tu inteligencia, fija tu mente en esta verdad, al alcance del menos brillante, que puede alegrar al corazón más apesadumbrado. Deja que este texto entre en ti y sature todos tus pensamientos, y entonces poco importará que estos se dispersen como hojas llevadas por el viento de otoño. Personas que nunca se distinguieron en las ciencias, ni dieron prueba alguna de originalidad mental, han tenido toda la capacidad de aceptar la doctrina de la cruz y han sido salvas por ella. ¿Por qué no tú?

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