First Steps of Faith/Where Do We Go from Here?/es

From Gospel Translations

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Estar de pie junto a su ataúd era lo más doloroso que jamás había hecho. Sentía una gran pérdida. Tanto respeto. Toqué su mano fría, dura y estudié su rostro arrugado. Había sido el hombre más semejante a Cristo que jamás conociera. Aunque no era alto de estatura y pesaba apenas 60 kilos, John Shank era un gigante espiritual.

El sueño más grande de mi abuelo era ir a la escuela. Se crió en una pequeña granja en el campo, rodeado de familias menonita como la suya. Desde que tenía uso de razón, John ansiaba que llegara el día cuando pudiera asistir a la escuelita de madera con sus amigos y aprender cómo era el resto del mundo. Pero su educación tuvo que ser postergada por una tragedia familiar.

Una mirada a las lápidas abandonadas con nombres que nadie recuerda es un recordatorio realista de que eventualmente pasaremos al anonimato en este mundo. ¿Qué sabes de tu bisabuelo? ¿Qué sabrán tus bisnietos de ti?1
— Randy Alcorn

Una mañana John, de seis años, fue a buscar algo al corral. Al llegar, encontró a su papá tendido boca abajo en un charco de agua. Inerte. Había sufrido un ataque epiléptico, fue la conclusión del doctor, causado aparentemente por una coz que le había propinado su mula en la cabeza dos semanas antes. Se había ahogado en cinco centímetros de agua.

Con la muerte de su padre, el pequeño John aprendió a hacerle frente al dolor y al desengaño. Su mamá trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer para sacar adelante la granja y para alimentar y vestir a sus ocho hijos. Era profundamente consagrada a Dios, a su iglesia y a su familia, y se esforzaba en todo. Pero tenía que hacerlo sola. Nunca volvió a casarse.

Con el correr del tiempo la familia se adaptó a la pérdida, y John pudo ir a la escuela. Todavía tengo la vieja y ajada fotografía de mi abuelo a la edad de 10 años, sentado en el borde de su asiento en aquella escuelita. Tenía los ojos muy abiertos, como queriendo captar todo lo que le era posible. Era un buen alumno. Su pasión por aprender por fin tuvo su oportunidad. Se le empezó a abrir todo un mundo por medio de la maravilla de la educación.

No obstante, eso duró apenas un par de años. La mamá de John se dio cuenta que para salir a flote, necesitaba que él la ayudara en casa. John lloró el día que se le vinieron abajo sus sueños. Pero obedeció a su madre, tomando sobre sus hombros jóvenes obligaciones extras en el hogar. No volvió a la escuela ni un día por el resto de su vida.

Varios años después del fallecimiento de mi abuelo conversé con su único hermano que aún vivía. La mente y memoria de mi tío abuelo seguían siendo excelentes a la edad de 88 años. “John era el mejor del montón,” dijo. “Todos lo querían. Jamás retrocedió en su devoción al Señor. Nunca una palabra dura. Era distinto al resto de nosotros.” Mientras más me contaba, mejor iba comprendiendo la naturaleza del hombre que había sido mi abuelo.

Medita en Romanos 5:3-4. ¿Qué bien puedes esperar como resultado del sufrimiento?

Mi abuelo fue el siervo más altruista que pudo haber. Cuidó con fidelidad a su hermana Margarita cuando la artritis la dejó coja y retorcida. Sirvió a sus propios hijos quienes durante años rechazaron su formación cristiana. Cuando cosechaban las consecuencias de su pecado, el abuelo se acercaba a ellos con amor, bolsas de víveres, dinero, aceptación, consejos piadosos y oraciones llenas de lágrimas. Cuando ya tenía 70 años, nos dijo que esperaba que abuelita (o mamá, como él la llamaba) partiera antes que él. Oraba diariamente pidiendo sobrevivirla. ¿Por qué? Porque más de medio siglo atrás había prometido amar y cuidar a su esposa, y sabía que no podría cumplir esa promesa si moría primero.

1. ¿Qué te gustaría que recuerde la gente de ti cuando mueras? (Marca cualquiera que se aplique.)
❏ Tu posición de influencia en la política
❏ La condición inmaculada de tus rosales y tu jardín
❏ Tu devoción por tu familia y tus amigos
❏ Tu risa y tu entusiasmo por la vida
❏ Cómo te cuidas las uñas
❏ Tu amor a Dios y su Palabra
❏ El precio que pagaste por tu casa nueva

En 1977, Dios contestó sus oraciones. Su amada Irene—la chica graciosa que veo en la foto escolar de abuelo, sonriendo desde el otro lado del aula, como si supiera que iba a ser su esposa—ahora yacía en su ataúd. “¿No es hermosa?” Murmuró él, de pie junto a ella por última vez. “Es tan hermosa como el día cuando me casé con ella.”

Él falleció dos años después. Terminado el entierro, al revisar sus cosas, encontré la última tarjeta de cumpleaños que le había dado a su amada. En su temblorosa letra había escrito estas líneas:

Hola Mamá, 
Así que celebras otro cumpleaños. Sí, siguen viniendo. Sí, hemos andado un largo camino junto, por lugares ásperos y suaves, sobre montañas y profundos valles. Sí, hemos pasado calor y frío, hemos visto nubarrones oscuros y sol radiante, pero a pesar de todo, hemos superado juntos las tormentas. Y si me tocara la suerte de interrumpir la vida tal como es y empezar de nuevo, y si tuviera cien entre las cuales elegir, pasaría por alto 99 y escogería la que elegí hace 55 años. Sinceramente, con amor, 
Papi
Más sobre el tema: Si tuvieras que nombrar las tres cualidades más importantes de una persona, ¿sería tu contestación la misma que 1 Corintios13:13?

Recontar la vida de servicio de mi abuelo llevaría un libro en sí. Nunca me he encontrado con alguien que tuviera algo negativo que decir de él. Antes y después de su entierro, muchas personas que lo habían conocido y que habían trabajado con él comentaban sobre su disposición cariñosa, semejante a Cristo.

Lo que pocos de ellos sabían era que en los últimos 30 años de su vida había mantenido una disposición piadosa a pesar de terribles dolores de cabeza diarios. El dolor que parecía martillarle la cabeza lo despertaba alrededor de las 4 de la mañana. Luego, después de un par de pastillas y una compresa fría, con suerte, se volvía a dormir por una hora más o menos. (Su familia siempre se preguntaba si no tendría un tumor pero, al morir, no les pareció bien pedir una autopsia.)

Devoto es, entonces el hombre que ya no vive para su propia voluntad o para el camino y espíritu de este mundo, sino que toma en cuenta a Dios en todo, le sirve en todo, hace de todas las partes de su vida común partes de piedad, haciendo todo en el nombre de Dios, y bajo las reglas que se conforman a su gloria.2
— William Law

Los dolores de cabeza no eran su única penuria. Durante los años que trabajó
como conserje en una universidad menonita (¡cómo le encantaba andar en ambientes estudiantiles!) perdió el ojo izquierdo en un accidente insólito. Estaba metiendo el resorte de un sofá cuando se le soltó y saltó, traspasándole los anteojos, dejándolo ciego al instante. Pero jamás se le escuchó quejarse por lo que le había pasado. Aun en sus momentos más duros, demostró una fuerza de carácter tranquila, forjada durante una vida entera de amar a Dios.

¿Pecaba él? Por supuesto. ¿Tenía conciencia de su pecado? Sí, demasiado. Al escucharle confesar el mal en su corazón, uno hubiera creído que era Jack el Destripador. ¿Tenía conciencia de su necesidad cotidiana de un Salvador, de la sangre siempre eficaz del Cordero para limpiar su desdichada alma? Para saber la respuesta a esta pregunta, no había más que pararse junto a él un domingo por la mañana durante el culto de la Iglesia Menonita Weaver. (Fue diácono por más de 50 años.) Dudo que jamás nadie haya cantado con menos habilidad y más corazón las clásicas palabras: “O gracia admirable, ¡dulce es! ¡Que a mí, pecador, salvó!” Mi abuelo no sólo estaba cantando. Estaba adorando al Señor.

Medita en Mateo 20:25-28. ¿Cómo mide Dios la grandeza?

No había títulos que precedieran su nombre cuando falleció. Ningún doctorado. Ningún honor. Ningún título extravagante. Ni siquiera terminó la escuela primaria. Pero para los vecinos y amigos y compañeros de trabajo que formaron guardia delante de su casa para rendirle un último tributo, era el hombre más piadoso que habían conocido.

Todos los que conocían a mi abuelo sabían que una vida importante había llegado a su fin. Desde su conversión siendo muchacho hasta su coronación final, había vivido para la gloria de Dios. Ahora su cuerpo descansa junto a su amada Irene mientras él se suma a todos los adoradores de todas las edades en exaltar y alabar a Dios—con dos buenos ojos y ningún dolor de cabeza.

¿Por qué he escrito tan detalladamente de este hombre pobre, sencillo, cuya muerte pasó desapercibida para el mundo? Para que empieces a pensar en lo que ha de importar el día de tu muerte. ¿Qué dirá la gente de ti cuando ya estés duro y frío? Más importante, ¿qué dirá Dios de ti? ¿Qué destacará como la preocupación intensa de tu vida?

Vive para la gloria de Dios

En los momentos finales antes de tu muerte, casi te puedo garantizar que no vas a estar pensando en construirle otra habitación a tu casa, comprar un auto, trabajar horas extra, comprar muebles nuevos ni hacer un viaje de paseo por el mar Mediterráneo. Quizá hayas dedicado tiempo y dinero en cosas así durante tu vida, pero no te parecerán importantes ante el umbral de la muerte. En cambio, estarás reflexionando en la forma como pasaste tu vida, si invertiste en las cosas que realmente importan.

¿Cuáles son las cosas que importan? ¿Cuál es el propósito de tu existencia? Siglos atrás, se reunió un grupo de líderes eclesiásticos para tratar asuntos de fe dando una respuesta brillante a esta pregunta. Es tanto profunda como precisa. “El fin principal del hombre es glorificar a Dios y disfrutar

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