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Con la muerte de su padre, el pequeño John aprendió a hacerle frente al dolor y al desengaño. Su mamá trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer para sacar adelante la granja y para alimentar y vestir a sus ocho hijos. Era profundamente consagrada a Dios, a su iglesia y a su familia, y se esforzaba en todo. Pero tenía que hacerlo sola. Nunca volvió a casarse.  
Con la muerte de su padre, el pequeño John aprendió a hacerle frente al dolor y al desengaño. Su mamá trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer para sacar adelante la granja y para alimentar y vestir a sus ocho hijos. Era profundamente consagrada a Dios, a su iglesia y a su familia, y se esforzaba en todo. Pero tenía que hacerlo sola. Nunca volvió a casarse.  
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Con el correr del tiempo la familia se adaptó a la pérdida, y John pudo ir a la escuela. Todavía tengo la vieja y ajada fotografía de mi abuelo a la edad de 10 años, sentado en el
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Con el correr del tiempo la familia se adaptó a la pérdida, y John pudo ir a la escuela. Todavía tengo la vieja y ajada fotografía de mi abuelo a la edad de 10 años, sentado en el borde de su asiento en aquella escuelita. Tenía los ojos muy abiertos, como queriendo captar todo lo que le era posible. Era un buen alumno. Su pasión por aprender por fin tuvo su oportunidad. Se le empezó a abrir todo un mundo por medio de la maravilla de la educación.
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No obstante, eso duró apenas un par de años. La mamá de John se dio cuenta que para salir a flote, necesitaba que él la ayudara en casa. John lloró el día que se le vinieron abajo sus sueños. Pero obedeció a su madre, tomando sobre sus hombros jóvenes obligaciones extras en el hogar. No volvió a la escuela ni un día por el resto de su vida.
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Varios años después del fallecimiento de mi abuelo conversé con su único hermano que aún vivía. La mente y memoria de mi tío abuelo seguían siendo excelentes a la edad de 88 años. “John era el mejor del montón,” dijo. “Todos lo querían. Jamás retrocedió en su devoción al Señor. Nunca una palabra dura. Era distinto al resto de nosotros.” Mientras más me contaba, mejor iba comprendiendo la naturaleza del hombre que había sido mi abuelo.
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{{LeftInsert|'''Medita en Romanos 5:3-4.''' ¿Qué bien puedes esperar como resultado del sufrimiento?}}Mi abuelo fue el siervo más altruista que pudo haber. Cuidó con fidelidad a su hermana Margarita cuando la artritis la dejó coja y retorcida. Sirvió a sus propios hijos quienes durante años rechazaron su formación cristiana. Cuando cosechaban las consecuencias de su pecado, el abuelo se acercaba a ellos con amor, bolsas de víveres, dinero, aceptación, consejos piadosos y oraciones llenas de lágrimas. Cuando ya tenía 70 años, nos dijo que esperaba que abuelita (o mamá, como él la llamaba) partiera antes que él. Oraba diariamente pidiendo sobrevivirla. ¿Por qué? Porque más de medio siglo atrás había prometido amar y cuidar a su esposa, y sabía que no podría cumplir esa promesa si moría primero.
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{{RightInsert|'''1.''' ¿Qué te gustaría que recuerde la gente de ti cuando mueras? (Marca cualquiera que se aplique.)<br>❏ Tu posición de influencia en la política<br>❏ La condición inmaculada de tus rosales y tu jardín<br>❏ Tu devoción por tu familia y tus amigos<br>❏ Tu risa y tu entusiasmo por la vida<br>❏ Cómo te cuidas las uñas<br>❏ Tu amor a Dios y su Palabra<br>❏ El precio que pagaste por tu casa nueva}}En 1977, Dios contestó sus oraciones. Su amada Irene—la chica graciosa que veo en la foto escolar de abuelo, sonriendo desde el otro lado del aula, como si supiera que iba a ser su esposa—ahora yacía en su ataúd. “¿No es hermosa?” Murmuró él, de pie junto a ella por última vez. “Es tan hermosa como el día cuando me casé con ella.”
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Él falleció dos años después. Terminado el entierro, al revisar sus cosas, encontré la última tarjeta de cumpleaños que le había dado a su amada. En su temblorosa letra había escrito estas líneas:

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Estar de pie junto a su ataúd era lo más doloroso que jamás había hecho. Sentía una gran pérdida. Tanto respeto. Toqué su mano fría, dura y estudié su rostro arrugado. Había sido el hombre más semejante a Cristo que jamás conociera. Aunque no era alto de estatura y pesaba apenas 60 kilos, John Shank era un gigante espiritual.

El sueño más grande de mi abuelo era ir a la escuela. Se crió en una pequeña granja en el campo, rodeado de familias menonita como la suya. Desde que tenía uso de razón, John ansiaba que llegara el día cuando pudiera asistir a la escuelita de madera con sus amigos y aprender cómo era el resto del mundo. Pero su educación tuvo que ser postergada por una tragedia familiar.

Una mirada a las lápidas abandonadas con nombres que nadie recuerda es un recordatorio realista de que eventualmente pasaremos al anonimato en este mundo. ¿Qué sabes de tu bisabuelo? ¿Qué sabrán tus bisnietos de ti?1
— Randy Alcorn

Una mañana John, de seis años, fue a buscar algo al corral. Al llegar, encontró a su papá tendido boca abajo en un charco de agua. Inerte. Había sufrido un ataque epiléptico, fue la conclusión del doctor, causado aparentemente por una coz que le había propinado su mula en la cabeza dos semanas antes. Se había ahogado en cinco centímetros de agua.

Con la muerte de su padre, el pequeño John aprendió a hacerle frente al dolor y al desengaño. Su mamá trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer para sacar adelante la granja y para alimentar y vestir a sus ocho hijos. Era profundamente consagrada a Dios, a su iglesia y a su familia, y se esforzaba en todo. Pero tenía que hacerlo sola. Nunca volvió a casarse.

Con el correr del tiempo la familia se adaptó a la pérdida, y John pudo ir a la escuela. Todavía tengo la vieja y ajada fotografía de mi abuelo a la edad de 10 años, sentado en el borde de su asiento en aquella escuelita. Tenía los ojos muy abiertos, como queriendo captar todo lo que le era posible. Era un buen alumno. Su pasión por aprender por fin tuvo su oportunidad. Se le empezó a abrir todo un mundo por medio de la maravilla de la educación.

No obstante, eso duró apenas un par de años. La mamá de John se dio cuenta que para salir a flote, necesitaba que él la ayudara en casa. John lloró el día que se le vinieron abajo sus sueños. Pero obedeció a su madre, tomando sobre sus hombros jóvenes obligaciones extras en el hogar. No volvió a la escuela ni un día por el resto de su vida.

Varios años después del fallecimiento de mi abuelo conversé con su único hermano que aún vivía. La mente y memoria de mi tío abuelo seguían siendo excelentes a la edad de 88 años. “John era el mejor del montón,” dijo. “Todos lo querían. Jamás retrocedió en su devoción al Señor. Nunca una palabra dura. Era distinto al resto de nosotros.” Mientras más me contaba, mejor iba comprendiendo la naturaleza del hombre que había sido mi abuelo.

Medita en Romanos 5:3-4. ¿Qué bien puedes esperar como resultado del sufrimiento?

Mi abuelo fue el siervo más altruista que pudo haber. Cuidó con fidelidad a su hermana Margarita cuando la artritis la dejó coja y retorcida. Sirvió a sus propios hijos quienes durante años rechazaron su formación cristiana. Cuando cosechaban las consecuencias de su pecado, el abuelo se acercaba a ellos con amor, bolsas de víveres, dinero, aceptación, consejos piadosos y oraciones llenas de lágrimas. Cuando ya tenía 70 años, nos dijo que esperaba que abuelita (o mamá, como él la llamaba) partiera antes que él. Oraba diariamente pidiendo sobrevivirla. ¿Por qué? Porque más de medio siglo atrás había prometido amar y cuidar a su esposa, y sabía que no podría cumplir esa promesa si moría primero.

1. ¿Qué te gustaría que recuerde la gente de ti cuando mueras? (Marca cualquiera que se aplique.)
❏ Tu posición de influencia en la política
❏ La condición inmaculada de tus rosales y tu jardín
❏ Tu devoción por tu familia y tus amigos
❏ Tu risa y tu entusiasmo por la vida
❏ Cómo te cuidas las uñas
❏ Tu amor a Dios y su Palabra
❏ El precio que pagaste por tu casa nueva

En 1977, Dios contestó sus oraciones. Su amada Irene—la chica graciosa que veo en la foto escolar de abuelo, sonriendo desde el otro lado del aula, como si supiera que iba a ser su esposa—ahora yacía en su ataúd. “¿No es hermosa?” Murmuró él, de pie junto a ella por última vez. “Es tan hermosa como el día cuando me casé con ella.”

Él falleció dos años después. Terminado el entierro, al revisar sus cosas, encontré la última tarjeta de cumpleaños que le había dado a su amada. En su temblorosa letra había escrito estas líneas:

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